Cometimos casi siempre en el mismo error:
Llamar mal las cosas.
Nos llamaba la atención aquello que hallábamos maravilloso, grandioso, espectacular. Y lo confundíamos con lo virtuoso. Admirábamos lo que no debíamos. Nos creíamos más por acercarnos a ello.
¡Qué miopía!
El error era no admirar, más bien, la virtud y al virtuoso y, además, confundirlos con cosas superficiales o externas.
Mas era la virtud y al virtuoso aquello que debíamos y debemos admirar. Que en gran medida poco tiene que ver con esas visiones limitadas a un espacio y a un momento corto e insignificante.
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